A finales del siglo IV, Roma se dividió en dos imperios: el de Occidente, con capital en Roma, y el de Oriente, con capital en Bizancio. Este último se convirtió en un imperio rico y próspero que duraría hasta la invasión de los turcos en 1453. El arte fue un reflejo de esto, siendo rico en decoración y simbología.
La arquitectura se caracterizó por hacer innovaciones sobre la romana: empleó sistemáticamente la cúpula sobre la planta de cruz griega. Dicha cúpula se decoraba con mosaicos y gallones. Las principales obras arquitectónicas son la Basílica de Santa Sofía, San Vital de Rávena, San Apolinar Nuevo y San Apolinar In Classe, así como la Iglesia de San Marcos.
Una forma de arte muy representativa del Imperio bizantino es el mosaico, el cual, como ya se mencionó, se utilizaba para la decoración. Es muy diferente del mosaico romano, puesto que las teselas no eran solo de piedra y mármol, sino también de pasta vítrea para conseguir un mayor realismo. Usualmente, se representaba la figura de Cristo o de la Virgen, los santos, el Juicio final, retratos de emperadores, etc., siguiendo un orden específico. Los principales mosaicos son el de Cristo Pantócrator, los de Justiniano y Teodora, algunos de Santa Sofía y de San Apolinar.
Mención aparte merece la iconografía tan peculiar de los bizantinos. Estos íconos tienen un sentido de divinidad e irrealidad, a lo cual contribuye el fondo dorado, e influirán profundamente en la pintura italiana de los siglos XIII y XIV. De diversos modos, se caracterizan a Dios Padre, Cristo Pantócrator, la Virgen, entre otros temas.
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